viernes, 20 de noviembre de 2015

Donde las calles no tienen nombre, de Mónica Rouanet

"Una novela actual en la que la hipocresía y las falsas apariencias se visten de gala, haciendo tambalear los pilares de cualquier conciencia".

Ella misma se describe así:

 Nací en Alicante en 1970 y durante los primeros años de mi vida viví en diferentes lugares, aunque sentía mi hogar en Altea (Alicante). Es donde estaba la casa a la que siempre volvíamos. Actualmente resido en Madrid. Desde niña no he podido dejar de mirarlo todo, de imaginar historias para cada cosa que veo y de dejarlas por escrito. Cuando cumplí diez años, mis madres empezaron a preocuparse seriamente por mí. Todos los días, al ir andando por la calle, me caía al suelo. El médico les dijo que no me pasaba nada grave, que mi vista era buena, mi oído también, y lo mismo pasaba con mi aparato locomotor. “¡Han tenido ustedes una hija despistada, así de simple!”. Lo que ellos no sabían era que para mí era (y es) imposible caminar por la calle y no mirar por las ventanas de los edificios que voy dejando atrás. Desde abajo alcanzo solo a ver muy poco; con suerte puedo apreciar un techo con alguna lámpara, el color de las paredes, un cuadro, unas cortinas… Eso me basta. Con eso puedo imaginar la vida de los que han hecho de ese espacio su refugio. Algunas de esas historias son tan bonitas, o tan raras, o tan interesantes, que no quiero olvidarlas.
Por eso escribo, porque no quiero que los millones de historias que invento cada día, caigan en el olvido.


Hablar de Donde las calles no tienen nombre, no es solo analizar si la novela te ha gustado o no, o buscar punto por punto los detalles que marcan si un escrito es bueno o malo. Tanto los personajes como la ambientación de la novela te obligan, como lector, a plantearte otras muchas cosas. La hipocresía, tan presente y protagonista en la novela, hace que nos echemos las manos a la cabeza y odiemos a ciertos personajes que, entre líneas, con el morro torcido y apuntándonos con un dedo acusador, nos preguntan si acaso nosotros no hemos sido hipócritas nunca. 
Instintivamente, haciendo alarde de este fariseísmo, tendemos a posicionarnos del lado de los personajes más bondadosos y sufridores, no solo en cualquier novela, sino en la vida. Creo que alguna situación que partió de esta premisa, hizo tan famosa la manida frase: "Ni los buenos son tan buenos, ni los malos son tan malos". Y este va a ser mi punto de partida para crear mi opinión crítica sobre esta novela.

Estamos frente a una novela negra ambientada en Madrid, en la época actual. Aunque en ocasiones, para comprender ciertas cosas y aclarar otras debemos remontarnos varias décadas atrás, la trama se desarrolla en el presente, lo que hace que todo lo que va sucediendo se sienta más cercano, y bajo mi punto de vista, más creíble. 

María es una mujer que decide alejarse de su madre porque se siente ahogada e infravalorada en un hogar que le resulta totalmente ajeno. Doña Pilar, su madre, se ha criado bajo la influencia del pensamiento más machista y retrógrado imaginable. Es una señora incapaz de escuchar, ya que la verdad absoluta siempre la tiene ella, machista hasta el extremo y acostumbrada a vivir en un mundo de composturas y falsas apariencias insoportables para su hija.

En esta escapada, en la que María busca demostrarse a sí misma que es capaz de valerse sin las premisas y el guión que su madre tenía escrito para ella, se topa con alguien que le recuerda que, posiblemente, la trágica muerte de su padre atropellado, no fuese un accidente. A partir de ahí, comenzarán a ocurrir una serie de acontecimientos y conoceremos a un elenco de personajes que protagonizarán con fuerza y arrojo cada uno de los entramados de la novela.


Sin ánimo de destripar nada diré que la novela tiene un paralelismo brutal con uno de sus personajes principales, la villana Doña Pilar; de la misma manera que ella trata de aparentar constantemente cara a la galería una vida que no es real, la novela transcurre en un ámbito que te hace pensar que nada es lo que parece. 

Personalmente, y no siendo la primera vez que leo a esta autora, pienso que esta novela es verdaderamente buena y recomendable. En los tiempos que corren, en los que estamos mal acostumbrados a leer novelas ligeritas, sin apenas trama, y con personajes de revista, encontrarse con una historia actual, fresca y negra, y ser capaces de leerla en una sentada sin resentirse ni suponer ningún esfuerzo es para quitarse el sombrero. Y la autora lo consigue con tres ingredientes básicos, pero que no todos los autores son capaces de incorporarlos en sus guisos:

-Ausencia de descripciones físicas eternas, de las que te hacen perder el hilo argumental y aburren hasta el extremo. Creo que a todo buen lector le gusta recibir pautas básicas para poder crear la imagen de los personajes o los escenarios a placer en su memoria.
-Lenguaje sencillo. Esto hace que todo lo que leas sea más creíble. Creo que todos veremos más real a un personajes que diga "estoy hasta las narices", que al que diga que está "supremamente extenuado". Además, evita que tengas que leer con un diccionario en la mano, que cuando se trata de libros de entretenimiento se agradece mucho.
- Ritmo constante en la trama. A todos nos ha pasado alguna vez que hay páginas de ciertas novelas que pesan como una losa. Creo que este es el mayor de los errores que puede cometer un autor. 

Mónica conjuga a la perfección estas tres premisas, importantes para mí, ojo, que cada lector es un mundo. Y no solo eso, además consigue algo que me hizo quitarme el sombrero y, a la vez, maldecirla un poco; engaña al lector como a un chino. Es más, yo, que me enfrentaba a la novela sabiendo que iba a intentar engañarme, quise ir con pies de plomo, sospechando de todos los personajes, analizándolos uno a uno, sin pasar por encima de ningún perfil y haciendo sospechosos cada uno de sus movimientos. En mitad de la novela pensé "a mi no me la da, tengo al asesino", y me caí con todo el equipo. Todavía sigo pensando: "¿Cómo no me di cuenta antes?". Pues no lo pude ver porque lo que Mónica tiene escondido en su pluma se llama magia. Eso que sucede cuando un escritor escribe por necesidad personal, obsesiva, con pasión y con respeto. 

En definitiva, estamos ante una novela trepidante, pasional y muy humana. Sí, humana, porque por mucho que nos empeñemos en hacer ver lo contrario, todos tenemos un punto hipócrita y maquiavélico que nos hará convertirnos en el malo de la historia alguna vez en la vida. La perfección no es humana, el error sí.

No voy a destripar nada más de la novela, ni se me ocurriría. Espero haber abierto el apetito lector de quien pase los ojos por estas líneas, porque no se arrepentirá en absoluto de darse un paseo por Donde las calles no tienen nombre.

Aprovecho para dejaros el vídeo de la presentación de la novela a la que tuve el gusto de asistir, y felicitar tanto a Mónica Rouanet como a la editorial Roca por este gran acierto.



lunes, 16 de noviembre de 2015

Por enésima vez

Por primera vez en mucho tiempo me levanté con la mejor de mis sonrisas. Sin forzarla. Me esperaba un gran día. Todo lo que iba a acontecer me predisponía a ponerme mis mejores galas, resaltar mis facciones con algo de maquillaje y salir de casa pisando fuerte. Compré el periódico en un kiosco cercano a la parada de metro y me lancé al suburbano. Me esperaban dos horas de viaje y quería mantener mi mente ocupada para que no se me notasen los nervios en la cara.

Llegada a mi destino me encontré con caras que comenzaban a resultarme familiares, eso me gustaba. Un pitillo antes de adentrarme en ese gigante de cristales, me ayudó a serenarme. Venga, al toro.

Comencé a recibir comentarios alabando mi apariencia, los días anteriores quizá fui más recatada, menos colorida... Pasé más desapercibida. Pero ese día era diferente; ya había firmado el contrato y me disponía a ocupar mi privilegiado lugar en la redacción. No me preguntes por qué, pero pensé en todas esas entrevistas de trabajo en las que, sin decírmelo, me largaban por mi apariencia física; mi sobrepeso.

Esta vez era distinto. Lo único importante eran mis conocimientos, que tras tres entrevistas y dos semanas de prueba, habían convencido a todos mis superiores. De hecho, noté que, incluso, despertaron algo de admiración entre mis nuevos compañeros. 

Encendí el ordenador, busqué en mi cuaderno las claves de acceso y me dispuse a trabajar. El dosier que me encontré en la mesa me llamaba a gritos: "Sí, sé que soy un tochazo, pero estás deseando meterme mano", me decía. Y a ello fui sin abandonar mi radiante sonrisa.

"Chicos, el director ejecutivo de la empresa quiere reunirse con vosotros, quiere conocer a las nuevas incorporaciones, seguidme". La voz del supervisor me sonó amistosa, quizá el hecho de que nos comunicara que el jefe supremo quería conocernos me hizo verle más simpático. No en todas las empresas los jefazos quieren mezclarse con los curritos. "Esto mola mucho", pensé.

Entramos en una sala llena de plantas y cuadros abstractos, tomamos asiento y esperamos al enigmático señor.

Apareció un hombre trajeado, calvo y un poco sudoroso, entendí que venía con prisa, fatigado. Se presentó, pidió que hiciéramos lo mismo y, tras varias preguntas sin relevancia, dio por terminada. La reunión. Sin más, volvimos al curro.

Diez minutos después, el supervisor me llama a su despacho.
"Ana, siento darte esta noticia pero tienes que marcharte. El director ejecutivo considera que tu imagen no es la adecuada para pertenecer al grupo. Como sabes, tu puesto implica recibir visitas de clientes y asociados, y... bueno, ha sido su decisión".

Nuevamente, mi sobrepeso me cierra una puerta. Y cada vez tengo más claro que no quiero cambiar.